III. ¡AYERES! LA NIÑEZ

Diaros de Ayer y Hoy

ilustración niña leyendo

Yo tenía cinco años cuando fui a la escuela por primera vez. Recuerdo que iba cogida de la mano de mi madre y que llevaba una bolsa de tela, bordada con el dibujo de una muñeca que tenía los ojos como un octógono. Dentro bailaban un lápiz afilado a navaja, una goma de borrar de color azulón con un botón en el centro y una rosquilla casera de anises, bien envuelta en un pañuelo de algodón.

El edificio que hacía las veces de escuela era la propia vivienda de las profesoras, tres hermanas de las que aún recuerdo sus nombres: Adoración, Fernanda y María. Habían habilitado una de las habitaciones a modo de aula y la habían llenado de pupitres de madera en cuya esquina derecha había un agujero con tapa. Las ventanas de madera estaban pintadas de un tono verde que se mezclaba con las plantas del patio y daba una extraordinaria sensación de continuidad.

Recuerdo a madre hablando con ellas y a mí observándolo todo, mientras los ojos de la clase se clavaban en mí. Los míos se pararon curiosos en la pizarra de color gris con los bordes rojos, que tenía escritas las vocales en mayúsculas y en minúscula.

-Las mesas eran una sola pieza con banco incorporado, donde cabíamos dos alumnos. Mi compañera se llamaba Isidora y detrás se sentaban Juliana y Elvira, las tres eran vecinas de calle y las cuatro hicimos buenas migas desde el principio, aunque Elvira entró unos días después que las demás.

Los chicos estaban acomodados en la parte izquierda del aula y las chicas en la derecha y ambos grupos estaban separados por edades.

escuela

Sobre la mesa de las profesoras varios cuadernos y libros de lectura apilados unos sobre otros, un bote de hojalata pintado de verde lleno de lapiceros y pinturas de colores, un plato blanco de latón esmaltado repleto de tizas y doblada al lado, una bayeta tosca de color marrón, con los bordes cosidos a mano, que hacía las veces de borrador para la pizarra. Sobre ésta, colgado de un clavo enorme, tanto que parecía un clavo de la cruz de Cristo, un reloj de buenas dimensiones para enseñarnos a conocer las horas.

Yo no tuve reloj hasta que papá me regaló uno de pulsera cuando éramos novios ¡precioso era! con la esfera ovalada y pequeñita y la cadena labrada; fue él quien me refrescó la memoria con los cuartos y las medias, porque la verdad no lo tenía yo muy claro, no lo aprendí bien y ahí quedó el fallo.

Me acuerdo que en el suelo, en una esquina junto a la puerta de entrada, había un balde de aluminio lleno de tapones de corcho, que nos ayudaban para aprender las cuentas y que acabábamos tirándonos unos a otros cuando las profesoras salían del aula.

-Pero bueno, yaya, esa batallita de gamberreta no la habías contado nunca- dice Manuel, que la escucha atentamente mientras ojea su teléfono móvil.

Manuel es mi hijo mayor y su segundo nieto, que ha cumplido un cuarto de siglo este verano, pero no quiere que lo diga así porque “parece que va a convertirse en abuelo de un momento a otro” Va en edad detrás de Melissa, que ha sido madre de una niña hace apenas un mes, a la que han llamado Amelia, en honor a su bisabuela.

vida. boceto

-El horario era muy similar al de ahora – continúa madre- desde las nueve hasta medio día y desde las tres hasta las 5 o las 5,30 ¡ya no me acuerdo! -dice riendo- y salíamos al patio una hora y media por las mañanas.

-¡¡Una hora y media!! – se sorprende Manu- ¡vaya chorra teníais! Nosotros salíamos media hora nada más y cinco minutos antes de finalizar debíamos estar ya colocados en la fila para subir a la clase. Apenas daba tiempo a hacer la alineación para jugar el partidillo.

Ella se sonríe y le mira amorosa. Le adora porque dice que la recuerda a su abuelo, con el pelo castaño y la barba rojiza

-Nosotros jugábamos a: corre que te pillo, el corro de la patata, el castro, ……- añade despacio y con los ojos perdidos en aquellos días, luego continúa diciendo:

– Cuando fuimos un poco más mayores nos enseñaron a plantar semillas, las metíamos en macetas y teníamos que atenderlas hasta que la planta crecía lo suficiente para trasplantarla.  Plantamos muchas, porque aquel patio era muy grande y cabían todas, así que estaba siempre lleno de macetas que se colocaban entre los geranios, los rosales, las petunias, las citronelas, las sansevierias…. Había también un limonero, un olivo y una encina; dos perros que tenían su propia caseta y, varios gatos que deambulaban por allí tranquilamente y que en primavera se subían a las ramas de los árboles para espiarnos desde arriba.  En el centro había un pozo artesano hecho de piedras, que estaba siempre tapado con una rueda de carro y del que teníamos que mantenernos siempre alejados, tenía un tejadillo de madera y sobre él una veleta con la imagen de un gallo, con ello aprendimos a conocer los puntos cardinales: norte, sur, este y oeste.

A la plática se ha sumado mi sobrina Andrea, que ha venido a ver a la “yayi”.

Andrea es hija de mi hermana, una universitaria de diecinueve abriles, con largos cabellos rubios, cara de ángel y buena estatura, a pesar de que es de las más pequeñas en edad. Madre siempre dice que tiene el mismo “tipo” que tenía ella en su juventud, aunque su cabello era moreno.  Le siguen por edad Joan, Héctor y Gonzalo, los hijos de mis hermanos.

Amelia, la yaya, sonríe feliz de ver a sus nietos reunidos a su alrededor oyéndole rascar entre sus recuerdos para entretenerles como cuando eran niños.

– ¿Y os ponían muchos deberes? – pregunta Minerva, que ha estado atenta y calladita a las explicaciones.

-No, deberes no teníamos- dice ella mientras todos corean una protesta aludiendo a los que tenían ellos cuando asistían a la escuela.

-Bueno, bueno, no nos ponían deberes en la escuela, pero teníamos que hacer otras cosas para ayudar en casa, aunque por entonces verdad es, que lo que más hacíamos era jugar. Siete u ocho años tendríamos -aclara más para si misma que para los oyentes.

Durante unos minutos se queda pensativa y los chicos la miran expectantes sin decir nada, permitiéndole hurgar tranquila en sus recuerdos.

-Me acuerdo de un día que mi madre me castigó porque me entretuve mucho jugando a las escondidillas. Isidora y yo nos metimos en los toneles vacíos que tenían siempre en la puerta de la cantina, que servían para almacenar las legumbres que llegaban a granel; cuando quisimos salir no fuimos capaces y tuvimos que pedir socorro para alertar al cantinero. Menudo rapapolvo nos echó y hasta nos dio un azote en el culo con la alpargata. Por supuesto se lo dijo a nuestras madres; a mí la mía, me castigó a volver a casa todos los días en cuanto saliera de la escuela ¡sin entretenerme! -dice sonriendo- pero se le pasó enseguida- añade con los ojos brillantes.

Sigue con su retahíla de recuerdos:

-Otras veces nos íbamos a ver como los chicos hacían monedas para jugar a los bolindres.

– ¿Monedas? -Pregunta Manuel- ¿acaso eran falsificadores? -dice jocoso

Continúa hablando como si estuviera allí en ese momento:

-Las llamaban así- aclara ella- Buscaban tachuelas y las ponían sobre los raíles, esperaban que el tren pasara y después las recuperaban extendidas y planas como monedas.  Lanzaban sobre la tierra los bolindres intentando que golpearan a los de los compañeros y el que más bolindres chocaba era el ganador. El premio eran las tachuelas aplanadas.

La cara de mis hijos y mi sobrina es un poema y pende sobre sus cabezas una gran interrogación. Les parece un premio tan insubstancial que se han quedado como desalentados.

Me toca intervenir:

– ¿Qué? – les digo- ¿os parece un premio escaso? ¡Pensad que eran otros tiempos!

-Sí, la verdad resulta chocante que tuvieran que recurrir a algo que incluso podría resultar peligroso para poder jugar ¡Desde luego le echaban imaginación! -dice Minerva, siempre tan flexible en sus pensamientos y añade- Para ellos supongo que tendrían mucho valor.

El comentario de ella ha abierto la veda para que Manuel y Andrea, más impulsivos siempre, reflexionen unos segundos sobre ello.

-Para ellos eran importantes porque eran sus recompensas- dice Andrea

-Es como cuando nosotros cambiábamos los cromos de futbol- dice Manuel- no es lo que valían, materialmente hablando, sino lo que suponía intrínseca y emocionalmente.

-Un poco rollo también eso de los cromos -dice Andrea para incitar a Manuel.

-Mas rollo es jugar a las cocinitas – dice él con picardía, sabiendo que tal comentario levantará ampollas entre las chicas.

-No empecemos con bromitas machistas- dicen ellas al unísono.

El coro en la frase les hace soltar una carcajada a los tres.

Con el momento de distensión entre los nietos, madre ha hecho memoria y se ha acordado del juego de la gallinita ciega:

“Gallinita ciega que se te ha perdido una aguja y un dedal, date la vuelta y lo encontrarás”

la gallinita ciega

Emocionada menciona el juego de saltar la cuerda, de doblar la goma, de coger el pañuelo…. La niñez ha vuelto a sus ojos y le ha dibujado una sonrisa de deleite en los labios y a mí, no deja de sorprenderme su memoria secundaria, tan clara y repleta de momentos.

Mientras sigue contándoles mil historias, los miro a ellos, mis hijos, escuchando atentamente las “batallitas” que tantas tardes han sonado en sus horas de merienda cuando eran niños y, no puedo evitar recordar con nostalgia a mi padre.  

Si cierro los ojos puedo verle tan claro como le veía hace unos años, haciendo los bocadillos para ellos al volver del “cole” y sorprendiéndoles después con las gominolas que compraba en la tienda de frutos secos de la esquina; contándoles que los días de lluvia ellos hacían barquitos de cáscara de nuez, que llenaba de arcilla para clavarles un palito y un trozo de trapo que hacía de  vela y los ponían a navegar por las veredas de las calles, porque allí seguía corriendo el agua  cuando la tormenta pasaba.

Le recuerdo hablándoles de cuando los trenes de mercancías y de viajeros eran los mismos y se alternaban enganchando y desenganchando los vagones; de cómo tenían que ayudar en casa acarreando agua o cuidando del ganado, labores éstas prioritarias para sobrevivir y que estaban por encima de ir a la escuela, porque además la posguerra condicionó  tanto el estado de ánimo de las gentes, que la educación infantil quedaba relegada a esos otros “asuntos” siempre más urgentes;  de cómo crecieron respetando la naturaleza, sabiendo que era -es-  lo que les mantenía -nos mantiene- vivos cada día.

Le recuerdo emocionado contándoles anécdotas de sus queridos hermanos y de su amada tierra verata “la mejor para criar cerezos, porque es dulce y madura como ninguna otra en el mundo”; hablándoles de los propios árboles, que crecían con ellos como si fueran otros hermanos de la misma familia. “Crecen ellos con nosotros y nosotros con ellos y, sólo entonces, cuando ambos hemos alcanzado la madurez, es cuando podemos treparles, con una soga para atarles las ramas y una cesta para cargarla de los preciados frutos”

Padre aprendió a recolectar los campos de tabaco, de algodón, de sandias, de tomates, de pimientos…; a cuidar a los animales y trepar a los árboles sin dañarles para obtener sus frutos y lo alternaba con juegos de niño, porque con doce años, uno es un niño por muchas responsabilidades que tenga: jugar a las tabas, a los barquitos, a las escondidas o, subirse al templete de la plaza para bailar cuando llegaba la orquesta y coquetear con las niñas de la edad.

Padre abandonó la escuela con apenas trece años, no sin cierta consciencia de que aquellos registros instructores de entonces, atendían más a un fin político para servir al estado que a formar a un hombre trabajador, fuerte y libre.

Padre fue un hombre activo e inquieto y murió sabio, como mueren todos los abuelitos hijos de la posguerra, que conocen tanto de la vida y que pretenden inculcarnos su sabiduría a fuerza de “batallitas”, para que no tengamos nosotros los mismos deslices que tuvo el mundo con ellos.

¡Padre y madre son tanto, tanto! En realidad, padre y madre ¡lo son todo!

abuelos acuarela

Julio de 2020, con la información sobre la pandemia aun abriendo los telediarios y el ambiente surrealista de las gentes caminando por las calles, con el rostro cubierto por las mascarillas.

¡Maldita, maldita evolución!

M.L. Ventura. Marisa con M de Mujer.

cenefa pajaros flores

Diarios de Ayer y Hoy es un homenaje a nuestros mayores personificados en la figura de Amelia, madre de M.L. Ventura y Manuel, padre de Elisa Bueno. Autora de los dibujos de toda esta sección es Prado Ventura. Los publicados hasta ahora en: La Galería de Pradit.

Esperamos que, nuestras historias, os lleguen al corazón.

 

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La receta que acompaña a esta historia: TARTA DE ZANAHORIA

TARTA ZANAHORIA

Una respuesta a “III. ¡AYERES! LA NIÑEZ”

  1. Preciosoo! El pasado de mis padres y el nuestro!! ❤️😍

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