Autora: Marisa Ventura
Toledo
Asoma tu naricilla sobre el embozo de la sábana. Tu respiración tranquila pone una nota de serenidad en el aire y me arranca un suspiro, nacido del cansancio demoledor de la jornada.
Tu hermano duerme a tu lado como lo hace un cachorro juguetón agotado de las travesuras del día. Tiene el ceño ligeramente fruncido y sus pestañas largas lanzan sombras suaves sobre su rostro hermoso. Vuestras manos apenas se rozan, pero tenéis las frentes casi juntas.
¡Sois tan lindos! ¡Para mí los más guapos del mundo!
Acaricio tu pelo primero ¡tan suave! Después el suyo ¡tan tupido! Ese gesto es como una terapia que por alguna razón me devuelve la calma.
Él no se mueve, pero aprieta un poco los labios. Tú te estremeces un momento y apoyas tu manita en su antebrazo. Me acerco para oleros como lo haría una loba con sus cachorros y me lleno de vuestro aroma sutil y en ese instante, justo en ese instante, siento que me vuelve el ánimo y que la vida merece la pena. Lo siento como si la esencia de mi ser se escapara cuando estamos lejos y volviera a mis entrañas entrando por mis ojos y disfrazada de vuestra imagen.
Os doy un beso en las mejillas. Es un beso pequeñito, muy leve, porque no quiero arrancaros de vuestros sueños inocentes.
Ya la ternura me ha invadido los sentidos y me ha vuelto el alma de madre, que andaba perdida entre la multitud perniciosa del mundo, luchando contra el letal e inacabable día, esquivando las maldades, pero con las garras afiladas, lista para defenderos del universo pérfido, de la falta de afecto y del traicionero rencor que domina el mundo.
De pronto la culpa se sienta a mi lado y me toma la mano para recordarme que he gritado a menudo por vuestros arrebatos infantiles; que he perdido la paciencia cuando andaba corriendo de un lado a otro porque se me hacia tarde; que no me ha frenado la ira vuestra carita preñada de asombro cuando he visto las paredes llenas de “gurripatos” o los juguetes otra vez esparcidos por el suelo….
Doña culpa me mira socarrona e insistente y me dice que no soy tan buena madre como quisiera, que sois tan frágiles y dependientes que no puedo permitirme un segundo de distracción, ni un lapsus de tiempo, ni un momento de abandono ni un pensamiento egoísta, y que todo eso, ya debía saberlo desde que pensé en traeros a este mundo.
Me invade la confusión y la pena me arranca un par de lágrimas que se deslizan mejillas abajo con lasitud.
Como si lo estuvierais oyendo todo, como si la quimérica conversación fuera real, os movéis levemente y al unísono y, aun dormidos, unís las manos como en un gesto de apoyo hacia mí para recordarme cuanto os queréis.
La escena me conmueve, me arranca una sonrisa que se bebe las lágrimas y me recuerda el día que jugamos a trenzar los dedos, las cosquillas, los besos, los achuchones, las risas con las películas de dibujos animados, vuestros pies pequeños correteando pasillo arriba deprisa, deprisa, deprisa, para acurrucaros en la cama junto a mí antes de que os sorprenda el día….
Le digo a la culpa que se marche y respiro más tranquila.
No lo estaré haciendo tan mal cuando he sabido sembrar el amor en mis niños, pienso.
Se quieren, les quiero, me quieren, nos queremos….
¡No lo estaré haciendo tan mal, me digo!
M.L. Ventura.
La receta que inspira esta historia: GALLETAS TERNURA DE MANTEQUILLA
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