I
El búho abrió la ventana sintiendo la calidez de los primeros rayos de la primavera.
Era esa clase de esplendor que pregona la cordialidad, que pinta margaritas y tiñe de luz los campos verdes. Saludó a los pájaros, se miró en el estanque y, satisfecho del reflejo, extendió sus dos magníficas alas mientras planeaba sobre las nubes.
Hoy, a pesar de tanto, yo siento esa misma sensación, como aquella primera vez.
Siento una bocanada de aire fresco que me devuelve la euforia. Disfruto de todas las caras que he conocido, las de un ratito y las de muchos.
Ya no me escondo de ser yo misma. Ahora sonrío desde la boca del estómago, bailo sin vergüenza, canto sin tino porque hoy, puedo desparramar mi alma y dejar que el sol del mediterráneo la tiña de colores.
Ahora escucho la voz que me protege, sigo sus premoniciones.
II
En aquel pozo profundo y negro donde permanecí una eternidad comencé a imaginar cómo sería el sol bañando mi piel, cómo olería la brisa marina y bucear bajo las aguas. Vi el horizonte y el cielo azul y supe que la fe era el poder que necesitaba.
La energía de aquellos pensamientos me elevaba un palmo hacia la superficie hasta que la oscuridad comenzó a clarear. Con cada insignificante ascenso mi corazón se llenaba de esperanza.
No veía una negrura sin fondo, sino una luz sobre mi cabeza. No existían profundidades, solo un cenit luminoso.
Y así reconocí al búho enseñándome el lugar.
Extendía sus alas, volando en círculos . Descendía hasta que yo podía oír su ulular.
El eco de ese sonido profundo y sereno me acompañaba constantemente, hasta que la reverberación desapareció para sentir su canto.
Estaba muy cerca de la cima, “espérame, no te marches, ya llego”. Y aquel precioso animal me respondía con su ulular constante y yo le entendía: “Tranquila, aquí estoy, no me voy a ir hasta que toques el sol con tus manos”
Él sabía de lo que era capaz.
III
No puedo explicar con palabras la felicidad que me confiere disfrutar de esta belleza cada mañana, oler este aroma, escuchar esta melodía. Los gorriones entonando sus cantos, las chicharras anunciando a los cuatro vientos el ardor que se respira, el aire meciendo las inmensas palmeras.
Y esta paz descontrolada que todo lo llena, es el mayor de los regalos, sobre todo para mi espíritu.
La rapaz me mostró el mundo en sus enormes ojos redondo. Me abrió la ventana y respiramos la misma felicidad. Me enseñó que las puertas hay que sellarlas con candados de olvido y para siempre, mantenerlas cerradas. Y buscó su lugar una vez que yo encontré el mío.
Cada vez que oigo un aleteo en el cielo nocturno levanto la vista esperando encontrar al búho salvador que vuelve de nuevo a mi lado pero Él, aunque lo presiento conmigo en cada pensamiento, ya no está.
Su lugar es explorar oscuras profundidades, salvar almas perdidas, extender sus alas y enseñar el camino que conduce hacia el arco iris para seguir la cola del viento.
Mi lugar está aquí. Amo la vida que tengo, el sol que cada mañana me acompaña, el mediterráneo que oscurece cada tarde, los paseos en los que me reencuentro conmigo misma.
Aprendo de mis errores, soy consciente de las debilidades que me bloquean, pensamientos que paralizan mis pies ralentizando mi ascenso. Pero al mismo tiempo, son éstos los que me permiten reconocer mi lugar, los que me advierten y me mantienen alerta.
Intento no perder mi horizonte y ser fiel a mis lealtades y sobre todo, a mi forma de ser y de vivir.
Él, hasta donde el infinito le lleve. Yo aquí, persiguiendo sueños.
La cadena persiste engarzando eslabones, con buenas vibraciones y sin perder nuestra fantasía. Allá donde nos encontremos, los dos continuaremos regalando sonrisas a puñados porque la aventura no se acaba aquí.
Por fin, llegó el momento.
No hemos terminado de pelear y ya hemos empezado a batallar.
Esta entrada me ha inspirado una receta de altos vuelos. SALPICÓN DE LANGOSTINOS