FE, ESPERANZA Y AMOR

No sabe cuánto tiempo ha pasado hasta que se ha atrevido a salir de su cuarto. Solo recuerda que oyó las detonaciones y se quedó acurrucado contra la pared, en la esquina más escondida, con la raqueta de tenis entre las manos, porque había estado botando con ella la pelota nueva. Le tiemblan los dedos y aferra con fuerza el mango, no se atreve a soltarlo para no hacer ruido porque abajo aún se oyen pisadas ¡Son lentas, pausadas, cautelosas!

Ahora está bajando los escalones muy lentamente, sujetas las dos manos a la barandilla y más asustado por el silencio que se ha apoderado de la casa que por las explosiones de…. ¿cuánto hacía de ello?  ¿un segundo, una hora…? ¡No sabría decirlo! 

El olor a pólvora invade su nariz y antes de llegar a la mitad de la escalera puede ver parte del cuerpo del hermano. Tiene varias heridas dispersas, todas en forma de estrella en clara señal de haber sido acribillado desde cerca.

Un sudor frío le baja por la espalda y le empapa todo el cuerpo; la respiración se hace jadeante y casi le impide respirar; gruesas lágrimas surcan su rostro, ardiente ahora de una especie de fiebre que le es totalmente desconocida.

Un par de escalones más y ya puede verle entero. Está tendido boca arriba, tiene los ojos desorbitados y hay un rictus de sorpresa y dolor en su boca. Varias lesiones más en el tórax probablemente le han destrozado las costillas y se han apostado en el corazón y los pulmones. Todo a su alrededor está lleno de sangre.

Azorado por la ansiedad, tiene la sensación de que el tiempo se ha detenido de pronto y todo discurre a cámara lenta.

La habitación entera está llena de impactos que no han cumplido su objetivo y han ido a alojarse entre el suelo de madera, los muebles y las paredes. Los cuerpos inertes de sus padres están juntos, uno casi encima de otro. 

Con dolor inmenso se les imagina intentando proteger a su hermano y cayendo frenados por las balas y de pronto, su cuerpo comienza a temblar como si una descarga eléctrica estuviera zarandeándolo una y otra vez, ondulando su cuerpo como una serpentina delirante y alocada.  

Le lleva un rato calmarse y cuando lo consigue está tan agotado que tiene que sentarse. Lo hace en el escalón donde tantas veces ha charlado con ellos; donde se sentaba perezoso para esquivar la tarea de poner los cubiertos en la mesa; donde esperaba, cuando era más pequeño, a que su padre volviera del trabajo… 

Ahora todos esos momentos y muchos otros se le amontonan en la cabeza y comienzan a desfilar uno a uno ¡como lo haría el negativo de una película antigua! y le dejan un revoltijo de sensaciones y nauseas que acaban escapando por ojos, nariz y boca. 

Mareado vomita sobre el suelo una sustancia amarillenta que le pone un sabor agrio en la boca. 

Nunca ha rezado, de hecho, en casa no son…. ¡no eran! creyentes, y en más de una ocasión se ha extrañado de quienes asientan su fe en cualquier Dios, pero en esa circunstancia quiere creer ¡necesita creer! en alguien o algo superior y  en esos momentos, se está acordando de “el que todo lo puede, todo lo oye y todo lo ve” y ora con fervor pidiendo que comprenda el caos que son sus pensamientos/sentimientos/emociones en ese instante y sobre todo,  espera que haga lo que sea para aliviarle esa carga terrible de miedo y sufrimiento que se ha apoderado de su vida.

 – Devuélveles la vida por favor -se oye diciendo mientras alza los ojos al techo- devuélvemelos y te prometo… yo te juro… que iré a esas misas todos los domingos y meteré monedas en la hucha del sacristán; pondré los cubiertos en la mesa y los lavaré también…. ¡haré todas las tareas que me pidan!

Lo ruega diez, veinte… ¡cien veces!  mientras cierra los ojos, muy fuerte, suplicando para que todo haya sido una pesadilla. 

Entre las tinieblas de sus pensamientos y aquel escenario de muerte ha llegado la noche sin avisar. Por las ventanas se cuela una luz difusa procedente de las farolas de la calle. Hay un silencio opresor y sólo oye el golpeteo de su corazón latiendo apresurado.

Apenas ve, pero no irá a tocar ningún interruptor porque teme ¡No sabe a qué, pero teme!

Se queda allí agazapado oliendo su propio vómito, y forzando los ojos para acostumbrar la vista a la oscuridad de la casa. 

En un momento, la luz de la luna se ha colado por los cristales de la ventana y comienza a lanzar sombras aquí y allá. Algunas parecen querer sentarse allí con él y suman angustia a la ansiedad que ya le domina.

Con los ojos muy abiertos, puede distinguir las cortinas de dibujos que cuelgan de la ventana.

También alcanza a ver las siluetas de los libros de cocina sobre el estante de madera; en uno de ellos está la receta de las tortitas dulces que tanto le gustan y le trae a la memoria que la madre se enfadaba porque comía tantas que le sentaban mal.

– Ya no comeré más tortitas -dice como suspendido de algo desconocido que le lleva hasta aquel pensamiento tan pueril.

Hay también un armario de obra empotrado en la pared, que está lleno de platos, vasos y tazas. Para ocupar los vacíos la madre puso figuras aquí y allá, pero solo distingue la del cocinero de barro que almacena en su panza prominente un par de cucharas de madera. Abajo, en el último estante, duermen casi olvidados varios libros de cuentos muy usados ¡son los cuentos de por las noches! así los llamaban porque cuando eran más pequeños hermano y él, la madre leía para ellos historias de niños desobedientes que no querían tomar verduras, cepillarse los dientes ni ir a dormir. 

Dos lágrimas silenciosas se deslizan hasta la barbilla y van a esconderse entre los pliegues de su camiseta, arrugada y sucia de sus propias miserias.

Paseando la vista entre las sombras ha llegado hasta el tablón de notas. Allí están siempre prendidas la lista de la compra y las citas médicas y entre ellas, cuelga desde hace más de nueve años, una tarjeta de felicitación por el día de la madre; es un dibujo de flores dentro de un jarrón, elaborado con pinturas de cera, palillos de madera y papeles de colores; ni habría cumplido los seis cuando lo hizo, pero aún recuerda los ojos de ella húmedos de emoción cuando lo vio. ¡Allí lo prendió y allí seguía, porque a la madre le costaba desprenderse de los recuerdos amables!

El dolor resulta insoportable, ahora que también empieza a ser consciente de su soledad.

De pronto le viene a la memoria aquel ángel de la guarda y su dulce compañía ¡La plegaria eterna en las clases de religión durante los primeros años de escuela!

¡No me desampares ni de noche ni de día, no me dejes solo que me perdería!

– ¡Me has dejado solo! -grita hacia el techo con tanta furia como desesperación.

Palpitando al ritmo vicioso de su corazón, en algún lugar se empieza a oír una sirena que se acerca cada vez más. Con el cuerpo agarrotado por el miedo y el dolor, se oprime contra la pared rogando para que se lo trague y cierra los ojos esperando no sabe qué.

El sonido ha cesado y unos pasos se acercan a él. Un halo de luz se filtra por sus párpados apretados y una mano le sacude los hombros con firmeza:

-Pero hijo ¿qué haces ahí? ¡estás casi empotrado en la pared! ¿No oyes el despertador? No habrás dormido en el suelo ¡eh! 

Atónito mira a la madre que continua con su rosario de preguntas:

– ¿Qué ocurre, has tenido una pesadilla? ¡Te dije que no comieras tantas tortitas, pero tú sigues sin hacerme caso hijo!¡ Acabaré por no hacerlas!

Se levanta como puede y se agarra a la madre como lo haría un náufrago a una tabla. ¡La abraza tan fuerte que casi la impide respirar! 

Los brazos de ella están siempre y ahora, como en tantas ocasiones, también se cierran a su alrededor, lo acarician y lo envuelven con firmeza. 

Mientras cesan los temblores el muchacho susurra muy bajito:

– ¡Ángel de la guarda, dulce compañía……! 

Marisa Ventura

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Este PASTEL DE TIERRA está “de muerte”, un postre para disfrutar en cualquier época del año.

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