LA DIVA

Mercurio era un hombre extraño física y emocionalmente. Su piel era tan clara que daba la impresión de que se podría ver circular la sangre por sus venas. Sus ojos grises, casi glaucos, le daban una expresión fantasmagórica a su rostro de nariz pequeña y labios gruesos purpúreos. Ni destacaban sus cejas ni sus pestañas y su pelo era ralo, fino y con un feo tono amarillento.

Su propia madre, abandonada por el padre antes de que naciera, se preguntaba a quien se parecía y le bautizó con ese nombre porque estaba convencida de que habría llegado desde ese planeta.

Con ese aspecto siempre le resultó difícil hacer amigos. Ya en la escuela los muchachos se reían, lo insultaban y hasta lo golpeaban. Era frecuente verlo solo sentado en algún rincón del patio mirando cómo se divertían los demás, o quitándose de encima las peladuras de las frutas y los envoltorios de los bocadillos que devoraban cuando salían a jugar y que se molestaban mucho en ir a arrojarle encima.

Cuando creció se había aislado tanto, que sus únicas compañías eran su madre y las hermosas figuras que sus hábiles manos le arrancaban al barro.

barro manos niño

Como a todos, el corazón también le latía apasionadamente por alguien y él “estuvo-estaba” perdidamente enamorado de Luna, que había asistido al mismo colegio y después al mismo instituto.

Nunca fueron compañeros de clase, pero la veía entrar y salir cada día con su negra melena al viento y oía su risa joven y desenfadada; eso sí, ¡siempre desde lejos! Cuando alguna vez sus miradas se cruzaron, se le erizaban todos los poros de la piel y ésta adquiría un tono rojizo tan intenso, que era causa de crueles carcajadas.

Un año por navidad logró hacerse con una fotografía de ella que había aparecido en el periódico de la escuela, donde destacaban su actuación en el grupo de teatro. ¡Estaba preciosa tan sonriente! Ese sí que fue un gran regalo para él porque podría mirarla cuantas veces quisiera sin temor a molestarla y sin el eco de las risotadas.

Pasaron los años, madre murió y quedó definitivamente solo. La casa se le hacía tan grande y solitaria que, como pasaba la mayor parte del tiempo trabajando el barro en el patio trasero, decidió habilitar el garaje y hacer vida allí. Solo lo abandonaba cuando se iba a dormir.

manos alfarero

A Luna la había perdido de vista cuando acabó el instituto, hasta que un día de verano, mientras daba su habitual paseo por la playa la vio.

Estaba sola, tumbada sobre la arena se apoyaba sobre sus codos y tenía la mirada perdida en la inmensidad del mar. En un momento sus miradas se encontraron, huidiza la de él y sorprendida e insistente la de ella. Ella alzó la mano a modo de saludo y mostró su sonrisa y él comenzó a sentir que todo su cuerpo temblaba y enrojecía, tal como había ocurrido antaño. Se descontroló tanto que sólo pudo dar media vuelta y huir a casa caminado muy rápido.

Desconcertado entró a la casa y giró varias veces alrededor de la mesa del salón, entró y salió de la cocina, del dormitorio, del baño…. ¡parecía un león enjaulado!

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Mientras caminaba, ahora pasillo arriba, ahora pasillo abajo y sus pensamientos se entremezclaban como los colores en un caleidoscopio, consiguió reunir valor suficiente para salir de casa y caminar hacia la playa con la intención de acercarse a ella y hablarle.

Por el camino iba haciéndose eco de las frases que le diría, frases que antes había escuchado a otros:

-“Hola ¿cómo estás?

-Que bien volver a verte, ¡estás estupenda!

-¿Qué te parece si un día salimos y nos ponemos al día de nuestras vidas….?”

Mientras recorría los escasos metros que ya le separaban de la playa, sentía de nuevo el desasosiego y la ansiedad haciéndose cada vez más intensos.

Se paró en seco y la calma le alcanzó. Ya no tendría que decirle nada porque se había marchado. Su única oportunidad de hablar con ella se había esfumado del mismo modo que se habían esfumado tantas otras cosas en su vida.

Maldijo su suerte, su físico anómalo, su soledad, la incomprensión y la maldad humanas; maldijo a su padre desconocido y hasta a su propia madre por haberle engendrado así.

Taciturno y apático volvió a la soledad de su casa.

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Habían pasado cinco años desde aquello y ollas, vasos, macetas, platos y todo tipo de enseres y útiles para el hogar, llenaban las rústicas estanterías que atestaban el garaje.

Mercurio se había convertido en el escultor-alfarero más reconocido de la pequeña ciudad. Viviendas y negocios de todo tipo eran sus incondicionales clientes y su trabajo le dejaba unos sustanciales beneficios. Vivía de ello y no solo económicamente, ya que la relación directa con la gente le había entrenado para lentamente ir superando su inseguridad y timidez y eso le proporcionaba una cierta felicidad.

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Estaba bien avanzada la primavera y el sol lucía radiante, augurando un nuevo día claro y luminoso. Como cada sábado se acercó caminando hasta el quiosco de prensa, compró el periódico y se sentó a desayunar en la terraza de la acogedora cafetería que había junto al paseo marítimo. Abrió el periódico y la sonrisa de luna le dio los buenos días desde la portada del suplemento.

Con la piel tostada por el sol y más hermosa que nunca, lucía traje de baño y posaba recostada sobre su lado izquierdo. El titular la mencionaba como modelo y actriz, musa de temporada de una famosa firma de ropa de baño. El corazón le latió a mil por hora mientras devoraba el artículo buscando información sobre ella. Una pequeña referencia a su vida personal, nada que él ya no supiera, algo más sobre su recién iniciada carrera como actriz y el resto, con todo lujo de detalles, enfocado a las magnificencias de la marca en cuestión.

Desde ese día compraba todas las revistas y guardaba aquellas en las que salía, que eran cada vez más, porque se estaba convirtiendo en una actriz reconocida, tanto por su físico como por su talento.

Un atardecer, a la llegada del otoño, paseando por la playa recordó aquel día en el que sus ojos se cruzaron y su mano se alzó para saludarle. Movió la cabeza en señal de desaprobación hacia sí mismo. Aquella había sido la primera y única vez que ella se había fijado en él sin que las risotadas hubieran atraído su atención y él había desperdiciado la ocasión. Ya nunca sabría si aquello les hubiera llevado, aunque, sólo, seguramente, a ser amigos.

Algo abatido bajó hasta la arena y reconstruyó su imagen a tamaño real. La gente que pasaba por allí se paraba a verlo trabajar con la energía y la habilidad que le caracterizaban.

Tan perfectamente la copió que quienes le observaban la reconocieron sin dificultad y aplaudieron su arte.

Agotado se reclinó a su lado y mirándola se quedó dormido, hasta que llegó la policía y se lo llevó esposado.

Después de dos días, encerrado en una celda fría con un camastro aislado y un inodoro mugriento, lo llevaron ante la presencia del jefe de policía.

Sobre la mesa una fotografía en blanco y negro de la figura arenosa y todas las revistas que había guardado en su casa porque aparecía ella y a tenor, un informe completo sobre su propia vida.

Le juzgaron en la sala blindada, reservada a fanáticos, violentos y extremistas, acusado de construcción indebida, utilización ilegítima de imagen y fanatismo peligroso.

Fue condenado a abonar una nada despreciable cantidad y a mantenerse alejado de ella no menos de quinientos metros.

¡Ironías de la vida!

M.L. Ventura.

pluma

La receta que acompaña a este relato: SOPA CASTELLANA

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