Autora: Marisa Ventura
Toledo
Es sábado lluvioso, el día se ha asomado entristecido por nubes negruzcas que han invadido de pronto un cielo, que aun debía despertar despejado y azul.
Hay un perro chillando en alguna parte de la calle, tiene un ladrido agudo y corto ¡sin duda es un cachorro! No cesa en su grito y me distrae de la lectura, eso me molesta y me hace fruncir el ceño, pero después de un rato oyéndole me pregunto qué le pasará y me viene a la memoria de pronto, el pequeño cerro de aquel pueblo donde casi llegué a vivir una vez.
Fue hace tiempo, cuando las tecnologías se habían convertido ya en el perfecto aliado de las gentes y no había excusa para exiliarse de la ciudad.
Para llegar hasta allí desde donde yo vivo, hay que seguir una carretera de doble sentido durante un trayecto aproximado de unos doce kilómetros, después se desvía a la derecha hacia otra vía más angosta, que serpentea entre una pequeña colina plagada de vegetación al lado izquierdo, y una vasta extensión de tierra de cultivo al derecho. Al llegar la primavera todo se matiza de tonos verdes y rubores escondidos de diferentes intensidades, según los tipos de plantas que la ocupan y los frutos que la tierra haya engendrado.
La entrada a la población se abre envuelta de huertas con bucólicos frutales, que invaden todo el horizonte hasta que la vista se topa con el río, que zigzaguea tranquilo llenando de vida las orillas.
Más adelante, poco antes de cruzar el pequeño puente que se iza sobre el cauce seco de un arroyo, comienzan a alzarse las viviendas, que ahora han dejado invadir sus tejados por tentáculos y cables con derecho a wifi. Algunas son blancas y lisas, otras rugosas y ocres, pero todas tienen ese aire añejo de las casas antiguas.
Las rejas de las ventanas se han dejado conquistar por geranios de todos los colores y, en todas, sin excepción, hay cortinas de tela gruesa flanqueando la puerta, ocultando al resto del mundo las intimidades del hogar.
También abundan las casas-chalets, las descendientes rejuvenecidas de aquellas que levantaron los abuelos y que han ido transformado, primero los hijos y después los nietos, para acomodarlas a su antojo y llenarlas de bienestares modernos.
La vida en los pueblos es tranquila y lánguida, muy relajante y a ratos aburrida, con esa rutina de la que todos queremos huir; sin embargo, compensa poder caminar entre las flores en cualquier momento, o acercarnos a la orilla del río cuando llega el verano, para ver retozar a los peces sobre el agua a la caída del sol, que lanza sus rayos oblicuos sobre la ribera y convierte al río en un espejo inmenso cargado de misterios.
¡Yo deseé mucho haber vivido allí, pero no pudo ser!
Desde la que iba a ser mi casa podía verse el cerro aquel. Allí subían a enterrar a todos los perros que morían. Era un sitio pelado de árboles, aunque antes había un almendro joven que se levantaba orgulloso en el centro, hasta que un inhumano obtuso lo desarraigó para llevarlo a morir a otra tierra, ignorante de que nunca se ha de extirpar un árbol y mucho menos, dejando desnudas y expuestas sus raíces ¡La ignorancia es atrevida y acaba siempre haciendo daño aquí o allá!
Ahora, donde enterraba sus raigones, hay un tabernáculo que algún amante de los perros levantó con tres peñascos alargados de los que abundan por allí. Encima, sobre una roca plana de forma irregular, alguien puso una de esas velas modernas de led que se recargan de día con luz solar y se encienden al ocaso, tan frecuentes ahora en tumbas y nichos el día de Todos los Santos ¡Será para que crean los muertos que familiares y amigos siguen visitando las sepulturas!
Recuerdo a la niña subiendo colina arriba, con el cachorrito envuelto en una tosca tela de saco que la madre, para aliviarla en su dolor, había enjuagado previamente, mezclando bien el agua con aquel liquido aromático, que usaba cada día para lavar la ropa de la familia.
-Así estará mejor -dijo acariciando su pelo negro y secándole las lágrimas silenciosas que se deslizaban mejillas abajo – Envuelto en el aroma de nuestras ropas sabrá que estamos cerca y no se sentirá solo.
La niña, apenas cumplidos los trece, la miró con un atisbo de sorpresa en su rostro triste, pero no dijo nada porque lo intuyó en su cordura adolescente como pueril y exento de realidad. ¡También porque vivía su niñez desde siempre, escoltada por la soledad y las durezas de la vida!
¡Aunque parecía tranquila no lo estaba! Sus movimientos eran lentos, pero sus ojos revelaban la tormenta en la que súbitamente se sumergiría en cualquier momento.
Dio varias vueltas al llegar arriba. El olor a putrescina iba invadiendo despacio su nariz y ella, apretando el envoltorio contra el pecho, daba pasitos cada vez más cortos, como negándose a acercarse a aquel altar donde ya estaba cavada la fosa que acogería el pequeño cuerpo y, donde asomaba silencioso el cubo con la tierra que lo cubriría.
Con el saquito bien agarrado, afloraba a su rostro algo que le iba poniendo las mejillas lacias y los ojos vidriosos. Ya no parecía la niña de unos días antes, bonita y optimista; ahora caminaba afligida, cabizbaja, con los zapatos llenos del polvo que había ido arrastrando camino arriba. ¡Y su cara! ¡Ay, su cara! Era como una caricatura al inhalar aquella mezcla de aromas, que se debatían entre la fragancia suave de las ropas y el almizcle amargo de los cuerpos, que yacen inmóviles entre lombrices, raíces y otras faunas subterráneas.
La vi acercarse lenta, amargamente, con el aleteo del aire meciéndole el cabello y llorando sin lágrimas apenas imaginaba al cachorrito cubierto de tierra, larvas y telarañas. ¡Tan pálida como una efigie de alabastro!
Una chicharra cesó en su canto como en señal de respeto cuando ella, se detuvo junto a la cárcava y miró dentro ¡Yo creí en ese momento que iba a ponerse a gritar, a soltar todo el dolor que latía al compás de su tierno corazón infantil! Pero no lo hizo.
Lentamente soltó el cuerpecito y lo acomodó con cuidado, colocando aquí y allá, estirando un pico y remetiendo otro, demorándose con mesura en la ceremonia. Después, como un autómata, volcó el cubo de tierra sobre el saco perfumado hasta que dejó cubierto el hoyo. Se arrodilló entonces con fuerza y se lanzó hacia adelante, como si alguien la hubiera derrumbado de un golpe firme.
Vi a la madre estremecerse, pero no se acercó, la dejó revolverse en su dolor mientras el silencio parecía envolverlo todo ¡Fue como si el mundo entero se hubiera parado!
Después de un rato la niña se levantó y con debilidad, comenzó a desandar lo andado sin volverse ni una vez a mirar la tierra removida.
Camino abajo encontró primero la mirada de la madre y la sostuvo apenas unos segundos; después chocó con la mía y la mantuvo fija, insistente.
Fui yo quien la retiró primero, avergonzada de estar observando su sufrimiento y no hacer nada, aunque la realidad era que estaba tentada de salir, ponerme a su lado, apretarla entre mis brazos para aliviar su pena como fuera; tentada de romper esa secuencia engañosa que nos aleja de los demás, por el temor malsano a mostrar nuestras emociones, temiendo acaso que se nos vea como los frágiles humanos que somos.
¡Pero no lo hice! Me quedé allí temiendo que sentenciaran mi atrevimiento, contemplando la escena desde lejos, a cubierto, sin mover un músculo, solo respirando mientras mantenía un pulso con las lágrimas que pugnaban por salirme a borbotones, más por su pena valiente que por mi cobarde agonía.
Corrió el reloj cerca de una hora y, entre esto y aquello, fuimos rastreando como animales nuestros sentidos alterados, para volver a colocarlos cuanto antes en su lugar, allá donde nadie los ve, ni los presiente siquiera, pero reconociéndonos irremediablemente, identificando el dolor de niñas-madres-mujeres que se comprenden sin palabras ¡Así nos hicieron y así somos!
Apenas un año después la muchachita murió. ¡Quizás de pena; tal vez enferma; acaso de descuido! Como mueren tantas niñas-madres-mujeres que pierden un pedazo de sí mismas y no saben-pueden-quieren vivir sin él.
También la madre en su dureza, acabó hundida en el dolor y se fue de este mundo ¡Quién sabe si estarán los tres juntos en ese universo ignoto que anhelamos todos!
A mí la vida me tenía reservados otros planes y acabé descartando el pueblo aquel y alejando mi día a día de allí, pero supe que habían estado siempre solas, que fueron muy humildes, sin apenas posesiones materiales y, que sufrieron las vicisitudes que los hombres les tienen reservadas a los frágiles ¡Nacieron, vivieron y se desvanecieron! como lo hace el humo de un cigarrillo, perdiéndose entre el viento y las nubes del invierno, sin importancia para quienes fuimos en su vida simples espectadores ¡cobardes desertores de esos escenarios tan temidos e imperfectos!
Ha pasado mucho tiempo desde aquello y desciendo de los recuerdos flotando como una hoja de otoño. El perro ha cesado en su ladrido, pero vagando como he estado por la tortura del cerro aquel, apenas me he enterado.
Me asomo a la grisácea claridad de la calle, el silencio enturbiado por la lluvia llena el día de un eco rutinario y sonoro; la mañana continúa entristecida por este “noinvierno” taciturno y húmedo, que se suma a la memoria esa que llaman secundaria, la que nos traslada a los momentos que marcaron un segundo cualquiera de nuestras vidas, dejándolo allí anclado para siempre. Yo no la temo porque ya conozco su estrategia, he combatido con ella a menudo y casi siempre salgo airosa porque sé muy bien, que a veces es un caballo desbocado con el poder de ponernos felices, tristes, febriles… ¡Capaz de mostrarnos las lágrimas como si fueran piedras preciosas!
Cierro los ojos y olfateo la humedad del día. Pienso que este aguacero inundará los campos y les dará nueva vida a las tierras aletargadas, pero el olor a tierra mojada me trae a la memoria el aroma del almizcle, la imagen de la niña, prematuramente triste; el cerro aquel pelado de árboles, sembrado de muerte, regado de lágrimas…; la vela de led pestañeando cual faro intermitente, ondulándose entre los instantes de la noche sobre el cuerpo nuevo, pequeño, oculto bajo el saco…, llegando endurecido y frío al arrullo de la tierra.
M.L. Ventura.
En noviembre, el mes de los que ya no están y tanto recordamos: HUESTLLOS DE SAN EXPEDITO
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Me encantaa! Precioso, y a la vez triste, muy triste, 😭