Yo soy abogado matrimonialista y él, mi marido, mediador familiar.
Nos habíamos conocido en los juzgados y la profesión no era lo único que teníamos en común. La realidad era que parecíamos hechos el uno para el otro, excepto por nuestra forma de vestir, yo era bastante desenfadado y él siempre iba de punta en blanco, un mal menor al que nunca le vimos mayor inconveniente, a pesar de que alguna vez que otra me increpó para que cambiara de “modelito”
Después de un tiempo más bien corto, decidimos unirnos legalmente. Alquilamos un apartamento, nos compramos trajes caros y nos dimos el sí quiero ante el juez bisexual que tenía enamorado a todo el personal de los juzgados, aunque ya me había dicho en alguna ocasión, que no era santo de su devoción porque no le gustan las medias tintas:
– “O sí o no” – decía. Actuaron de testigos el vigilante de seguridad y la chica que vendía lotería en la puerta principal.
Después de varios años de muy, muy buena convivencia, una noche, después de cenar, me dijo que se sentía agobiado, que estaba confundido, y que necesitaba un tiempo para rumiarse a sí mismo; que no quería que nos separásemos, pero que, ante todo -recalcó con insistencia- pretendía evitar que pudiera surgir odio entre nosotros, porque no lo soportaría.
Así “con todo el dolor de su corazón” puso tierra de por medio mientras “aclaraba su caos” y marchó, aprovechando su mes de vacaciones, a un hotel de Barbados, en las Antillas Menores.
Yo, consumido por el sufrimiento y dándole mil vueltas al asunto intentando entenderlo, ya en los primeros días me quedé flaco, pálido y ojeroso ¡No comía, no dormía, no vivía! Lo imaginaba triste y solitario, con los ojos enrojecidos por el llanto y caminando abatido entre la multitud, que pasearía alegre con la piel tostada por el sol y oliendo a bronceadores caros.
Angustiado casi más por su dolor que por el mío, no fui capaz de soportar su ausencia y sin avisar, tomé un avión hacia allá para que lo superáramos juntos.
Al llegar al hotel lo vi salir caminando alocado como nunca antes lo había visto, muy maquillado y embutido en un traje de cuero corto, blanco y con tachuelas. Iba cogido de la mano del “juez pimpollo” en cuya camiseta rezaba el lema:
¡Odio echarte de menos!
Marisa Ventura
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