Relato Corto
Seis de la mañana.
Yo, Fulano de Tal, me dispongo a mantenerme a flote, un día más, en este océano tormentoso, sin redes, ni flotadores.
Me asusto de lo que el espejo me enseña. Una mirada derrotada. Quizá, si esta cuchilla se deslizara con algo más de fuerza, rasuraría la vida con la misma facilidad que desparece la espuma sobre mi cuello.
Y dormiría…
Pero resisto un día más. Soy padre de una familia numerosa. Aunque mis números hace mucho que no cuadran.
Cuatro hijos. Al menos, las dos menores comen caliente una vez al día en el comedor del colegio público.
Los gemelos acaban de terminar sus carreras.
¡Qué orgulloso estoy de ellos!
Tuvieron que tomar la riendas de mis responsabilidades, y no solo económicas. Siento que les robé parte de sus sueños juveniles. A pesar de tanto, se buscaron la vida. Aceptaban cualquier oferta para echar una mano. Ahora, con sus títulos bajo el brazo, trabajan más horas de las permitidas por menos de 600 € al mes. Entre las becas y los trabajos extras, hoy cobran bastante menos que cuando estudiaban.
Será la generación de jóvenes, explotados por burros incompetentes, mejor preparados de la historia. Ya me lo decía la abuela:
“Hijo, que sean independientes y aprendan un oficio, que hay mucho joven con los libros bajo el brazo. No hay despachos para tantos y más manos que dinero”.
Y bien que lo sabía ella, que fue maestra en los tiempos de mujeres analfabetas. Los dichos de mi suegra eran la vida en su estado más puro. Yo, que me quejaba de la falta de intimidad de aquella santa y ahora, ¡cuánto necesitaría escucharla!
Hoy hace seis meses que la enterramos.
Desde entonces, no hemos vuelto a comer esos dados de merluza al azafrán que quitaban el sentido. El pescado está por las nubes y mi presupuesto por los suelos. Sin posibilidad de reconciliación. Y gracias a que mi mujer hace magia con alguna verdura congelada y pollo en todas sus versiones. Aún así , me van a salir espolones.
¡Qué imprescindible era en casa la abuela!
Y no solo por su pensión que nos permitía al menos ir a la compra una vez a la semana
Su casa de dos habitaciones se convirtió en la nuestra. Nos costó acostumbrarnos a compartir los 60 metros cuadrados. No quiero ni pensar en ella, que a su edad tuvo que sacrificar su reducido espacio, su pensión y su vida resuelta por ayudarnos. Y dando gracias que Mariela es hija única y que su madre, mucho más previsora que yo, nos ha dejado un techo donde vivir.
Los ojos derrotados de mi mujer tendrían un poco de luz con las palabras dulces de su madre. Hoy me saludan sin pena ni gloria, des- empleada forzosa de hogar. Y es que ahora, la mierda la esconde cada cual bajo sus alfombras. Eso sí, con un título de magisterio colgado en la pared, como manda la tradición.
Me miro al espejo. Mis artríticos huesos se encargan de recordarme que ya he sobrepasado seis décadas. Empecé demasiado tarde a formar una familia, demasiado tarde para solucionar problemas. Tardé demasiado en prever el futuro. Nunca fui de guardar. Mi lema, ” vivir hoy sin pensar en el mañana, que la vida son dos días” . Pero los días se convirtieron en décadas y no hay cuerpo que aguante. Otros a mi edad, tienen la vida solucionada.
¡Tengo que apartar esos pensamientos de la mente! no me conducen a nada bueno.
Mi única misión hoy es conseguir una pensión no contributiva.
Misión imposible.
Ocho y media de la mañana.
Me sitúo en el edificio de los Servicios Sociales.
Una ventanilla con una funcionaria revirada por bajas salariales, que le importa una mierda los desesperados que pierden su autoestima, a cambio de un plato caliente para sus hijos. Nunca mira a los ojos, no sea que se le ablande el corazón, algo claramente improbable. Bastante tiene con despotricar del sindicato que no hace nada por sus “¿derechos?”. Anota en su smartphone: “dar orden en el banco de no pagar la cuota del sindicato”. “Yo me jodo, vosotros también”.
Mientras, me hago cruces leyendo la documentación a presentar para cobrar una mierda de 380 € de pensión.
-“¿Empadronamiento de los últimos 10 años?.
Si quisiera estafar, me dedicaría a pedir subvenciones y disfrutarlas en las Bahamas y no esta mierda”.
– Informe de lo que cobro de pensión
¿QUEEEEEEEE? Pero vamos a ver, cazurro, incompetente. Si estoy tramitando una pensión no contributiva, es que no tengo ninguna pensión.
-¿ Casa en propiedad? En propiedad del banco…
Observo las caras de los que esperan turno o recogen impresos. Expresiones de impotencia, asombro, desesperación, cabreo, histeria, conformismo. Unos leyendo la sección política de algún diario de tirada nacional, otros abstraídos en sus cascos o buscando ofertas de empleo con sus móviles, casi todos con miradas perdidas. Al tiempo, observo a los funcionarios ( que no trabajadores), atrincherados tras sus ventanillas, acomodados en su bunker de confort, vacunados contra sentimientos que contagien algún tipo de empatía. ¡Qué pena! ¡cuánta materia gris desperdiciada, cuánto inepto colocado!
Más papeles absurdos.
Presentación del último ejercicio. ¡Como no les presente la tabla de pilates que hace mi mujer en la alfombra de casa!
Continúo la lista con un sin fin de incongruencias, como hijos a su cargo, más bien yo a cargo de mis hijos.
¿Otros ingresos? estoy por ponerme una media de mi mujer en la cabeza y atracar un banco.
Está claro que se trata de no pagar, aburrir al necesitado y pedigüeño, hundirle en una eternidad de papeles sin sentido. Esto sí que es pan para hoy y hambre para dentro de un rato. Pero yo no me voy a dar por vencido. Es un desafío, otro de los que he tenido en mi vida. Un reto miserable, pero vital. 380 € supone pagar el gas a mediados de mes para que los niños se duchen con agua caliente. Otra ventaja de tener un único baño diminuto, que gasta poco y se caliente rápido.
Entre papel y papel, recuerdo que un día navegué entre los más grandes. Estaba en la cresta de la ola. Me comía el mundo hasta que él me engulló, con toda mi familia.
Once y media de la mañana.
Cierro la puerta de aquel antro de perdición y desprotección, con una retahíla de papeles absurdos en la mano
– ¿Por dónde empiezo? El empadronamiento de los últimos 10 años.
Recuerdo tiempos menos malos, cuando podía pagar mi casa con su pequeño jardín, la algarabía de los niños construyendo la cabaña en aquel olmo centenario, el olor a hierbabuena, las macetas de geranios.
No eran grandes posesiones, tan sólo planes por realizar, una vida por la que luchar. Ahora mi casa, engorda el patrimonio de los bancos.
Será una excusa para visitar el pueblo, recordar la terraza donde tomábamos el aperitivo los domingos, el paseo de encinas, el kiosko de helados italianos con sabor a queso Philadelfia, la rotonda donde esperaba a mis hijos a la salida del colegio.
Saco de mi bolsillo mi única posesión, el abono transporte para tercera edad y cuento la calderilla, 4 monedas de 2 €.
– “Menos mal que estamos a mitad de mes. Veremos quién puede prestarme para renovar el mes que viene.” Pienso.
Cada vez es más difícil encontrar amigos que puedan echar una mano, la situación es difícil para todos. Y los que podrían, ya no se fían. No les culpo. Después de dos transbordos de metro y 45 minutos de autobús, entro en el ayuntamiento situado en la hermosa plaza del pueblo con su fuente y sus tiestos de flores.
Oigo los trinos de los pájaros. El cielo aquí, siempre fue más azul que en la ciudad.
La una de la tarde.
Primer filtro. La ventanilla de INFORMACIÓN.
– “Buenas tardes!!
Esta funcionaria al menos contesta a mis buenas tardes mirándome a los ojos” .
Me envía a otra ventanilla. Segundo filtro. Otro departamento en otro Edificio.
Las rodillas artríticas y el alma, se resienten, pero allá voy. Leo en un mostrador “EMPADRONAMIENTOS”, espere su turno. Cojo número. Compruebo en el display digital de la pared. Quince hasta llegar al mío.
Demasiados tiempos muertos en mi vida. El que espera, desespera, y así, desesperado, ya nada espero.
Aparece mi número, por fin, en la pantalla. Me dirijo al mostrador correspondiente.
Enseño la petición que necesito, no vaya a ser que después de venir hasta aquí desde la otra punta de la ciudad, me lo den mal. La señorita me mira… Y me informa amablemente que tengo que abonar una cuota de 2€ si quiero la maldita hoja de empadronamiento y además tengo que recogerlo en 3 días, porque tiene que firmarlo la alcaldesa.
¿La alcaldesa tiene que firmar una puta hoja de empadronamiento? Pienso para mis adentros.
Accesos gratuitos. Información automatizada, tan sólo teclear mi nombre, esperar unos segundos para que la máquina acceda a mis datos y dar a la tecla imprimir. Que alguien me explique que pinta aquí la señora alcaldesa. Impotente, compruebo todos mis datos en el ordenador.
Igual que a un niño que le ponen el caramelo en los labios, para quitárselo antes de chuparlo, así me siento. Tengo que pagar y volver dentro de tres días. Tanteo las monedas de mi bolsillo. Hoy no compro el pan. Asiento resignado y le entrego mis 2 €.
No eres consciente de todo lo que puedes comprar con esta insignificante moneda. Una docena de huevos y un paquete de harina con las que preparar una masa quebrada y huevos fritos, o una bolsa de patatas y unos yogures, algún filete de cerdo o unas salchichas…
La trabajadora me devuelve a la realidad y me muestra el recibo con la petición. La reviso. Solo aparece mi nombre. Me dirijo a ella con amabilidad:
“- Disculpe, señorita. Se ha confundido, necesito el nombre de toda mi familia, es decir la unidad familiar completa, los que vivimos en la misma dirección y aquí, solo aparezco yo”.
Después de escuchar su respuesta, noto cómo la tensión acumulada desde las 6 de la mañana explosiona en todo mi cuerpo. Mi corazón bombea como un torpedo y noto mi cara roja. La mujer casi susurra al observar mi expresión:
–” No señor, no hay ninguna confusión. Si necesita que figuren otros miembros, tiene que abonar 2 € por cada uno.
Dos transbordos, 45 minutos en un autobús, el mismo documento, idéntico listado y datos de la vivienda, la misma tecla de imprimir…
Siempre se me dieron muy bien los cálculos mentales. Evito memorizar todo lo que podía comprar con ese dinero. Recuerdo todo mi capital guardado en el bolsillo de mi pantalón y me doy la vuelta con dirección a la salida. Contengo la respiración y observo el lujo del mobiliario, suelos impecables. Sin reconocer mi propia voz, grito con tono de sarcasmo y asco: ” Ahora comprendo porqué este ayuntamiento tiene superávit. Como siempre, a costa de los mismos”.
Ya en la plaza, la misma fuente no me parece tan bonita, ni las terrazas tan agradables, ni los geranios tan floridos.
Tanto esfuerzo para intentar cobrar 380 €. Decepcionado, harto, impotente por la pérdida de mi tiempo que, no hace tanto, valía su peso en oro, espero en la parada al autobús que me llevará de vuelta a la ciudad.
Hay un anciano sentado a mi lado, con su garrota apoyada entre sus manos, como sujetando el peso del tiempo. Sus mejillas dibujadas con hozadas de experiencia, parecen contar su historia.
Una moto pasa muy deprisa haciendo un ruido infernal. Y unos chavales rapean a voz en grito, como si la calle les perteneciese a ellos en exclusiva.
El anciano parece volver del pasado y murmura con tristeza:
“Mi pueblo ya no es lo que era.”.
Las tres de la tarde.
Ya en el bus una lágrima, casi imperceptible, asoma por mis mejillas.
Observo el cielo azul mientras me pregunto cuánto tiempo más podré naufragar en este océano de asfalto.
Lo positivo de este sin vivir, es que el disgusto me ha quitado el apetito.
Lo intentaré mañana, de nuevo…
Creo que tengo alguna moneda en la otra chaqueta. Y si no, echaré mano de la hucha de las pequeñas.
Cuando me concedan la pensión, se lo repongo…
La receta que acompaña a este relato corto:
Penosamente real para tantas personas.