¡Cuánto le gustaba a Roberta espiar desde su rincón favorito!
Ella se acompasaba con el vuelo de las gaviotas y se pasaba las horas muertas, imaginando sus alas extendidas al cielo. Dejándose llevar por el viento, con su cuerpo estirado y su pico tieso.
Estudiaba sus graznidos, recogía sus quejidos y aprendía su lenguaje.
Las aves hablaban del mar y de la luna. Contaban secretos de sus escarceos. Decían que los días de luna nueva, ésta se camuflaba en la inmensidad de la noche y nadaba hasta una playa escondida entre dos acantilados que no eran de este mundo. Allí, en el umbral de una nueva naturaleza, caracoleaban las crestas de las olas abrazando a la luna hasta dejarla sin aliento. Desde una grieta a otra de la montaña, las aguas le mecían y, con un ruido atronador, transfiguraban la playa en espuma blanca.
Y Roberta, soñaba con encontrar ese rincón oculto de las miradas furtivas.
Exhausta de imaginar aquel delirio, se dormía en su rincón soñando con encontrar al astro nocturno.
¡Silencio, no le despertéis!
Aquella noche la luna decreció de su cúpula y se zambulló en los mares. Y, cuando las crestas de espuma emergieron de entre los corales para dar la bienvenida a la estrella, se encontraron con Berta dormida sobre su grupa. Luna les hizo un gesto: “Silencio, no le despertéis”.
Y las olas, obedientes, calmaron su delirio para acunar a la luna y su acompañante durmiente.
Entre ronroneos y murmullos, Berta agradecida y emocionada, extendía sus patas sobre aquel cuerpo brillante.
Y de pronto se envolvieron entre los picos de la olas y comenzaron a volar de cresta en cresta y a nadar entre sus espumas blancas. Planeando entre brazadas, el pelo negro del felino y la tez blanca de la luna, en perfecta simbiosis, se convertían en mar y en brisa marina hasta amenizar en una nívea playa. Tumbada sobre la arena, los acantilados parecían titanes de roca defendiendo a su prole. Una prole de maullidos y elegantes poses que dibujaba dunas jaspeadas de colores. Cientos de blancos, negros, marrones y canelas llenaban de ondulantes brillos la noche.
Y las gaviotas, guardianes de secretos, planeando sobre las olas o nadando sobre sus aguas, observaban a la luna madre acomodada entre los dos picos abruptos, en comunión perfecta con los habitantes de aquel lugar, miles de seres con cuatro patas que observaban hipnóticos, la proximidad de aquella bóveda perfecta que los protegía y cuidaba de todo mal.
La importancia de lo ordinario
Pero Berta, al sentir la ternura de la luna sobre su cuerpo, se estremeció. Recordó a su querida Cleo, masajeando sus orejas y acariciando su lomo. Cleo, su niña querida, no estaba. Allí tan solo había gatos, millones de ellos sintiendo como uno solo.
Entonces comprendió la importancia de lo ordinario, de ser parte de alguien, de pertenecer a un lugar o depender de un sentimiento más grande que tu raza. Consciente de la pérdida, de su garganta se escapó un aullido vibrante, intenso, que viajó con el viento a su rincón favorito, el columpio de Cleo y sus brazos impertérritos que siempre la acogían. Ella sentía el calor de sus manitas indefensas, las nanas y ronroneos que se cantaban la una a la otra hasta dormirse amarradas cada noche. El aroma del mar se transformó en canela y miel y en el cuenco de pan bañado en leche que siempre compartían.
Dice la leyenda que hay que tener mucho cuidado con lo que pedimos al universo, porque es muy probable que, si lo deseamos con mucha fuerza y desde las entrañas, el universo nos traiga de vuelta el deseo.
Berta aprendió el lenguaje de las gaviotas y deseó intensamente. Necesitaba saber qué se siente cuando la luna te lleva en su regazo hasta su playa recóndita. Deseaba tanto nadar con la luna…
¿Qué pasa cuando los deseos se convierten en realidad?
Y Berta nadó con la Luna y llegó a aquella inexpugnable cala de arena blanca. Y deseó, intensamente de nuevo, que aquello fuera un sueño. Deseó despertar en los brazos de Cleo, olfatear su aroma, percibir sus ojos dándole los buenos días. Pero cuando la luna nada con gatos, éstos se convierten en almas infinitas que habitan en su playa y, para siempre, se transforma en jamás.
Pero Berta no era una gata cualquiera, era la gata de Cleo y ella tampoco era una niña corriente. Ellas aprendieron a luchar. Cleo con su autismo y Berta con su ceguera. Las dos contra una sociedad que era la verdadera invidente. Ellas se forjaron sus sueños con verdades distintas, con percepciones que traspasaban parajes, mares y horizontes. Hablaban con los pájaros el lenguaje de las flores. Y sus pensamientos se llenaban de imágenes y de te quieros que no necesitaban palabras.
Berta conocía muy bien lo que significaba la esperanza y en aquel rincón favorito, la niña y la gata habían aprendido a desear y a esperar que las cosas sucedieran, observando a la luna con los ojos del corazón.
Era cuestión de tiempo…
Cleo desearía intensamente que Berta volviera a su lado, a su columpio y a su rincón. Lo pediría desde sus entrañas, con esa fuerza infinita que hacía a Cleo tan especial. Berta, desde siempre, la vió con los ojos del corazón, las dos mimetizadas, mitad felino, mitad humano. Gata y niña. Niña y gata. Tanto monta, monta tanto. Tan diferentes como idénticas.
Por primera vez ¡cuán ciega estaba! ¿Quién necesitaba una playa llena de gatos teniendo a Cleo?
El universo no tendría más remedio que escuchar a la pequeña Cleo y convertir su petición en realidad.
Era cuestión de tiempo y si a Berta le sobraba algo en esa playa infinita eran vidas, muchas más que siete…
La receta que acompaña a este relato corto son TORRIJAS DE CASA
Qué bonito relato! Tierno como las exquisitas torrijas de tu receta. Ummmmm!!