Un cuento
I
Emilia es alguien muy especial.
Con solo 3 años, se levantaba al alba para saludar al primer rayo de sol que asomaba en el horizonte. Jugaba con las luces de la mañana y esperaba a las gaviotas varadas en la playa para escuchar sus historias del mar.
Desde siempre, Emi ha creado su propio universo. Le gusta caminar hasta el acantilado para descubrir cómo las mareas penetran en las oquedades esculpidas en la piedra y leer el lenguaje indescifrable de sus rugosas paredes.
Cada atardecer, el sol, levantándose del mar, le muestra el lugar donde habitan los signos.
Aunque solitaria, ella siempre va muy bien acompañada, por eso Lara, su madre, nunca tiene miedo, cuando desaparece durante horas. Le prepara una fiambrera con todo tipo de alimentos y no vuelve a casa hasta después del ocaso.
Los habitantes del pueblo cuchichean. “La niña desequilibrada” – dicen –“siempre con su amiga invisible”. Critican esa manía de hablar sola y lo poco que se relaciona con la gente de su edad.
II
Y esta animadversión de sus vecinos fue la razón por la que Lara compró la casa de madera, a los pies de la pequeña colina.
Estaba situada tras el cerro de arenas que separa la playa del pueblo, aislando las dunas y la casita, de miradas indiscretas y pensamientos oscuros.
Emilia tenía 6 años la primera vez que habló a su madre de aquella casa abandonada. Cuando Lara visitó el lugar, solitario, con cuatro paredes derruidas y un enorme embarcadero, se le cayó el alma a los pies. Tan solo el manto de lavanda que rodeaba las ruinas y su aroma, anunciaban un comienzo esperanzador. Como un homenaje a la vida que allí, alguien creó.
La niña insistió en que ese sería su hogar para siempre. Lo afirmaba con tal rotundidad que Lara no tuvo ninguna duda que así sería.
Siempre confió sin reservas en las visiones de su hija. Y, entre aquellas ruinas, imaginó una casa acogedora, se sentó en un espacioso porche, disfrutó de sus vistas al paraíso, incluso percibió el aroma a mantequilla de su horno invadiendo toda la casa.
Si Emilia decía que esa casa sería su hogar para siempre, Lara sabía que, más pronto que tarde, ocurriría.
No sabía cómo, cuándo, ni de dónde sacaría los arrestos necesarios para comprarla primero y reformarla después,pero este pensamiento no le confería ninguna ansiedad. Sencillamente continuaba sus rutinas esperando que llegara el momento.
III
El momento llegó un año después.
Blas, el dueño de “Bella Vista”, cuidaba cada rincón de su hostal. Desde los detalles más insignificantes hasta los delicados platos que se cocinaban en sus fogones, estaban creados con esmero y cariño. Su dedicación era tal, que nunca se alejaba más lejos de las orillas de la playa. Su vida era aquella propiedad con 10 exclusivas habitaciones.
Lara era pastelera. Elaboraba todo tipo de tartas, bizcochos y chocolates en su diminuta cocina, para el único hotel de la playa.
Emilia llevaba a Bella Vista los postres que su madre elaboraba a diario y Blas agradecía la dedicación exclusiva de su repostera y la compañía de la niña. Aquellas entregas se tornaron en charlas muy especiales para Blas y Emilia.
Los mensajes que la roca desvelaba a la niña, siempre tenían un destinatario y en la mayoría de las ocasiones, era su entrañable amigo. Con cada nuevo anuncio, el hombre taciturno se transformaba y la la alegría comenzó a aflorar en su vida.
También se notó este cambio anímico en el espíritu del hotel . El espliego virgen comenzó a nacer. Los aromas se extendían por todo el jardín y el sol de la primavera dibujaba maravillosas tonalidades moradas en rincones, antes desapercibidos.
Una cálida tarde de mayo, aquel hombre mayor, llamó a la puerta de Lara.
Comprobó que la casa donde preparaba aquellos postres, que tanto habían contribuido a la buena fama del establecimiento, era tan diminuta que le parecía imposible que atendiera sus pedidos diarios.
Así que Blas, les pidió que se trasladaran a la casa de su familia, hoy abandonada.
IV
Parece que su matrimonio, ocurrió en otra vida. Es para Blas un recuerdo lejano, ajado por el tiempo. Son sueños envueltos en nebulosas negras que disipan el color avellana de unos ojos sonrientes. Pero recuerda que solo vivía para la felicidad de su esposa y aún hoy percibe su aroma a lavanda.
Ella se enamoró de los colores atornasalodos de aquel lugar y él le construyó una cabaña durante su primer embarazo y empapó el jardín de su planta aromática favorita. La luz invadía todas las habitaciones y la vista al mar era un espectáculo. Se respiraba felicidad en cada rincón.
En el parto murieron madre e hija y aquellas paredes se quedaron sin las risas ni los aromas a hogar de sus habitantes. Hasta la planta aromática dejó de florecer.
Incompleto para siempre, nunca volvió a pisar la cabaña. Los silencios y la tristeza invadieron las paredes de madera hasta consumirla. Y los dos, casa y hombre, irremediablemente morían, estación tras estación.
Blas hace 30 años que vive en el hotel Bella Vista. Tan cerca del recuerdo como para sentirlas, tan alejado de la cabaña como para olvidarlas.
V
Pero algo había cambiado en aquellos ojos tristes. La tragedia se disipaba con las visitas de Emilia. Se apreciaba un brillo de esperanza, una sonrisa que abría una puerta al optimismo.
Era el momento de quemar su culpa y esparcirla al océano.
La casa recuperaría su esplendor y Lara podría elaborar sus postres a cualquier hora del día o de la noche sin preocuparse de vecinos intransigentes que nada comprendían.
A cambio, el embarcadero se convertiría en viviendas para los ocho trabajadores del hotel. A unos kilómetros de la cabaña, Lara y Emilia se ocuparían de que nada les faltara.
Solo en estos meses el hotel permanecía abierto. El resto del año, ellas y Blas serían los únicos visitantes de aquellos parajes.
Lara y Emilia cruzaron las miradas. Sabían cuál era la casa antes de que el anciano les diera su localización.
Durante 10 años la propiedad continuó perteneciendo a Blas, tras ese periodo pasó a ser de Lara y Emilia.
Muchas hechos ocurrieron desde ese instante. Aquel hombre recuperó el calor de hogar que la vida le arrebató, Lara se convirtió en aquella hija que enterró y Emilia en la nieta que tanto le hubiera gustado tener. Se convirtieron en una familia y aquel anciano solitario dejó de serlo. Los lazos que les unían eran mucho más fuertes que los de la sangre.
VI
Emilia se convirtió en adolescente y su amiga invisible continuaba a su lado con una naturalidad absoluta.
El sol, levantándose del mar cada mañana, mostraba el mismo lugar donde la niña, descubrió los signos.
En esa década el hotel y su dueño se transformaron. El lugar emanaba una energía especial y la luz que parecía ascender de las aguas marinas llenaba de armonía cada rincón, atrayendo a visitantes con ese mismo equilibrio. Los aromas a hogar se transportaban en el aire. Lara dirigía la cocina y sus postres se hicieron famosos en toda la comarca.
Con la llegada del otoño, el hotel permanecía vacío y el porche de la cabaña se llenaba de música, charlas, paz y armonía.
Emilia nunca dejó de traer buenas nuevas a Blas y él acogía sus mensajes como un regalo del cielo.
VII
Hoy, en ese mismo risco, sonríe como entonces. El sol, levantándose del mar, le convierte en la niña que descubrió los signos.
El pelo azabache de Emilia se tiñe de reflejos blancos y su larga melena rizada recogida en una trenza, se ha transformado en un corte desenfadado y a lo garzón, que le confiere el aspecto juvenil de sus años adolescentes.
Sus ojos reflejan toda la sabiduría recibida y esconden las pérdidas del último año.
Primero su inseparable madre. Un día de primavera Lara, con una amplia sonrisa, voló siguiendo a su alma viajera.
Y cuando en el otoño, las campanillas trepadoras perdieron su color, Emilia transmitió un último mensaje a su queridísmo amigo:
“ Ellas han permanecido aquí, acompañándote. Tu hija me eligió el mismo día que cruzó al otro lado. Es mi ángel guardián y el tuyo, es mi única amiga. Ocuparon su espacio en la luz, para aparecer con el primer rayo de la mañana y llegar hasta ti. Nada muere y todo se transforma. Ha llegado el momento. Recíbelo sin miedo, sin tristezas. Vas allí donde ellas te esperan. Abre tu alma y abraza la dicha de haber vivido. ”
Y Blas se marchó en absoluta paz.
El rostro de Emilia, ahora dibujado de arrugas, sonríe y al cerrar los ojos, unos brazos de luz la envuelven. Son aquellos, que tanto amor le regalaron. Amigos invisibles o ángeles protectores, que siempre estuvieron a su vera.
Los espíritus guardianes han continuado protegiendo sus días y sus noches. Como el sol, que durante 9 décadas, se ha elevado desde el mar, para desvelar el lugar de los enigmas, que solo ella es capaz de comprender. Para los seres de luz, esta existencia terrenal, no es más que un instante.
Emilia sentada en el porche, de paredes blancas y azules, respira el aroma de lavanda y jazmines y, protegida por sus espíritus guardines, observa el sol escondiéndose en el mar y siente la emoción intacta de niña, mientras espera al alba.
Saluda al primer rayo de sol por última vez mientras da las gracias por la vida intensa, larga, mágica que ha disfrutado:
“En el nombre del Padre”: El gran milagro de este mundo que nunca le pasó desapercibido.
“Del Hijo”: La luminosidad anaranjada del cielo despidiendo el día.
“Del Espíritu Santo”: El instante del crepúsculo vespertino en el que todo puede suceder.
Amén”: En ese momento infinito del ocaso, Emilia se siente completa y, envuelta en un halo de energía, se funde con su alma.
Dicen los aldeanos que aquella noche de novilunio, los aromas a lavanda impregnaron cada rincón de la aldea, al tiempo que apareció una aurora boreal en el cielo iluminando la oscuridad. Permaneció danzando en el firmamento estrellado hasta el primer resplandor de la mañana. En ese instante, el sol se elevó del mar y la aurora se adentró en su luz desapareciendo para siempre.
Este cuento está inspirado en la impresionante TARTA DE CHOCOLATE que me enseñó mi repostera preferida.
Es una receta para los propios ángeles. Puedes encontrar todas las publicaciones hasta el momento en su sección “Con mis manos en la masa” de Cristina Repostera