Mimetizada con este mar Mediterráneo, bajo la atenta mirada de las gaviotas, permanezco en este hogar que la vida me ha regalado donde nada parece cambiar, ni derrumbarse.
El devenir del tiempo se siente inmóvil, hasta que retomo mi camino por este 2020. Entonces se rompe la inalterabilidad de mis pensamientos y la realidad me espabila de un zarpazo para recordarme que, incluso en este paraíso, existe un presente y que nada volverá a ser igual.
Todo cambio es la confirmación de un caminar constante, unas veces limpio y seguro, otras más farragoso y esta vez, las huellas son tan profundas que es casi imposible obviar la oleada de tristeza y angustia que ha dejado a su paso.
En este paseo, sigo el rastro de mis pensamientos positivos, de mis recuerdos felices, de nostalgias pasadas. Todas estas emociones me recuerdan, quién soy, de dónde vengo y cómo he llegado hasta aquí. El futuro ha dejado de preocuparme.
Aunque hoy, este inmenso agujero que ha dejado la última pisada, la más honda de todas, me hace muy cuesta arriba vibrar alto.
Cuando el hombre lleva los pasos torcidos, la naturaleza toma el control y lo hace con tanta contundencia, que no hay nada que la pueda parar.
La pandemia ha superado, con creces, los peores pronósticos.
¡Cómo ignorar a este ser microscópico que ha cambiado radicalmente nuestras rutinas!
¡Cómo olvidar a más de 60.000 familias que no han podido abrazar por última vez a un ser querido!
Y así nos adaptamos al medio, aprendiendo el difícil arte de sobrevivir.
El mundo es, en esencia, adaptación. La evolución natural cambia el orden de las cosas y, para lo que parece estábamos destinados, se transforma con paso lento pero seguro, en otra cosa.
Hoy una mirada es más importante que cualquier otro gesto. Los ojos son el espejo del alma y ahora son además nuestra presentación al mundo. Nos ven y vemos, imaginamos o hablamos con nuestras miradas bajo la protección de máscaras blancas.
No correr a ningún lugar, porque no hay donde ir, ha sido una sensación extraña.
Sin ser consciente de ello, nos rodeamos de superficialidad y este aislamiento me ha hecho confirmar la importancia vital de nuestras rutinas. Principalmente para los más vulnerables.
Mi nonagenario era, antes del confinamiento, un abuelo vital con sus horarios y salidas programadas. Los lunes, su día de pasear por el pueblo, comprar su ilusión en forma de números de la suerte, charlar con la estanquera o el vendedor de la ONCE. El inicio de la semana suponía su contacto con el mundo, su confirmación que el cuerpo y la cabeza estaban en pleno funcionamiento.
Hoy, ha roto esa normalidad. Ya no hay rutinas que recuperar. Ahora duerme más de lo normal y come menos de lo habitual.
Él no sabe de distancias seguras, ni relacionarse con el mundo a través de una mascarilla.
Esta situación es otro de los grandes dramas de nuestros mayores en esta pandemia. Si no los mata el COVID, poco a poco, se consumen en este confinamiento y sus enjauladas vidas están tan contagiadas como los infectados.
Pero yo soy de las que veo el vaso medio lleno. Busco cosas que me emocionan y encuentro muchas más de las que me acongojan.
A pesar de la gente cercana que se ha contagiado, mi hijo Álvaro, mi hermano Miguel Ángel, sobrinos, cuñados y mis queridas amigas Ana y Ángela. Todos ellos han combatido o están combatiendo el virus con una actitud positiva, por lo que tengo muchas razones para estar agradecida a la vida.
Pero sin lugar a dudas, el pensamiento más intenso es imaginar a mis cuatro bastiones, las ramas extensas y floridas de mi árbol, mi marido y mis tres hijos, dos muy cerca, otros dos más lejos y todos, tan presentes en mi corazón. MÁS accesibles que nunca, MÁS imprescindibles, MÁS especiales. MÁS son las iniciales de sus nombres: Manueles, Álvaro, Sandra.
Ellos allí, nosotros aquí. Unos y otros, nos hemos ratificado en la importancia de nuestras raíces, la necesidad de tenernos más que nunca, no solo sentirnos, también olernos, tocarnos… Ellos han sido mi mayor añoranza y al tiempo el apoyo más poderoso.
Antes de la Era del Covid, teníamos la convicción de que el progreso era la panacea. Ahora, muchos preferimos pasear por la vida con esa calma chicha de antaño.
Espero que este punto sin retorno, nos acerque a todas las pequeñas cosas de entonces y nos aparte del consumo incontrolado o el despilfarro sin control que contamina nuestras ciudades.
Yo, que soy tanto de piel, he sentido la necesidad de abrazar más que nunca, así que, exceptuando este contacto sin tacto, al que no me acostumbro, lo cierto es que no quiero rescatar aquel mundo que teníamos antes de que llegara la pandemia.
Tenemos una oportunidad, volver a ser lo que fuimos, recuperar ese trato amable como lo hacían nuestras abuelas. Una vida menos agresiva con el entorno, más sostenible y menos consumista.
Disfrutar de lado sencillo de la vida. Recuperar la silla de enea en la puerta de casa y charlar, sin prisas, con nuestro vecino, acercarnos a la panadería del barrio y saludar al tendero por su nombre de pila, plantar y ver germinar la tierra, preocuparnos por las necesidades ajenas y procurarnos las propias, así de simple.
El 2020 me deja muchas emociones que perduran con los años. Sentirme en mi lugar, una tremenda melancolía de mi Madrid, pasear sus calles agarrada a mis hijos y los cafés con mis entrañables amigas.
Pero esperar lo inesperado me hace creer que todo es posible. Sentir que algo está a punto de ocurrir y sonreír mucho sin razones concretas es mi chute diario de energía.
Este año he continuado acumulando aromas de mar y miles de caracolas repletas de deseos que me han recordado lo vital de las cosas insignificantes.
Y he llegado hasta aquí, mes 12 del 2020, con la misma naturalidad de siempre. Dando gracias por lo que tengo, disfrutando del tradicional ambiente navideño, de mi belén, las luces, acebo y bolas navideñas, mucha música y con un poco de suerte, mi familia al completo en una mesa bien engalanada.
La Madre Naturaleza me ha dado una lección de vida. He transformado mis prioridades, por dentro y por fuera. Ahora cuido con mimo este pequeño espacio vital y me siento orgullosa de esta sencillez en la que habito.
Aquí, sentada bajo las dos palmeras que fueron plantadas para darnos cobijo, afronto la vida con alegría, sin angustias, porque nada de lo que ocurra será más importante que la salud de los míos y esta felicidad tranquila.
He llegado al final de este paseo aportando mi granito de arena. Amar y cuidar mi entorno, a los míos, mi vida, para que este increíble planeta sea un lugar más amable y sencillo.
Creo en el coraje de las personas anónimas y en su perseverancia.
Y me produce una inmensa paz interior amar las maravillosas imperfecciones de este mundo.
En definitiva, tengo grandes esperanzas en esta humanidad impredecible.
¡Feliz Navidad!
La receta que inspira este paseo por el 2020, es una trayectoria en mis fogones, una receta que paso a paso, me lleva a su resultado final: MEJILLONES RELLENOS. TIGRES
Kuki, qué alegría saber que me acompañas en estos paseos. Un abrazo enorme para toda la familia. Os llevamos en el corazón para siempre.
Feliz Navidad, Eli.
Tus paseos, son entrañables, seguirás dando paseos, aprendiendo, riendo, queriendo y compartiendo. Gracias.
Tus pilares “MAS” son fantásticas personas.
Abrazo colectivo a tú familia y ti preciosa Elisa.
Es un paseo pleno de verdades. 🥰🥰