NOTA: Los nombres de este relato son ficticios para no herir sensibilidades, excepto los de mis hijos que son tan reales como el cuento de navidad que relato a continuación.
En estos días, donde los recuerdos se intensifican, tiempos en los que rememoramos tantas momentos, encuentro en mi pasado una Misa del Gallo triunfal, la Nochebuena más extraña y kafkiana de todas las que puedo recordar. Y os aseguro que, a pesar de tantas vividas, esta que os relato a continuación, sigue robándome la carcajada más especial.
Mi hijo Álvaro tenía unos 4 años y, como todos los pequeños de cada familia, aprendió a sobrevivir imitando a los más grandes de la casa. Independiente, con ideas propias, siempre imaginaba sueños y maquinaba juegos que le hicieran apto para participar en las tribulaciones de sus dos hermanos mayores.
Así, Álvaro era un pequeñajo sin complejos, que soltaba por su boca todo lo que se le pasaba por su cabeza, siempre con la aquiescencia de sus hermanos, Manu y Sandra.
Aquella navidad, la profesora de religión del colegio de mis hijos, me pidió acudir a una misa del gallo, que iban a celebrar, el 24 de diciembre. Como institución de principios católicos, habían adelantado la hora, a las 7 de la tarde, para que las familias, tuvieran tiempo de organizar sus cenas especiales y pudieran acudir a la celebración de la escuela.
La petición de la señorita Reme era rara y la justificación, más extraña todavía. En primer lugar, la hora elegida, no facilitaba demasiado la elaboración del menú navideño. Con toda seguridad, los organizadores de la misa eran de los que aparecen a mesa puesta y no tenían que preparar cena de Nochebuena. Y por otro lado, no imaginaba, abandonar el proceso de rellenar mi asado, macerar mi salmón, preparar mis entrantes y postres, para vestir a mis niños y llevarlos a un sucedáneo de misa, más de gallina que de gallo. Y es que, mi marido tenía toda la razón cuando me decía: “Nena, el rey del corral, cacarea a las 12 de la noche y no hay más que hablar”.
Evidentemente la afirmación era incuestionable, pero sentí tanta lástima por la pobre Remedios, que hice un acto de caridad, adelanté los preparativos culinarios para hacer bulto en aquella misa.
Así que, allí estábamos, unos 10 minutos antes de las siete, los tres niños y yo, sentados en aquella pequeña capilla, fría como un témpano. Eso sí, decorada muy navideña para la ocasión. Con sus ramitas de acebo en las esquinas de los bancos de madera, las ventanas, el púlpito y el Misterio, muy remilgado y luminoso en un altar erguido para la ocasión, con el bebé, sus papas, sus animalitos de compañía y la estrella voladora de los reyes y sus camellos, cargados de regalos para el niño Jesús.
No os confundáis, no soy irrespetuosa con la liturgia. Sencillamente, era la visión de mi hijo Álvaro que se imaginaba un cuento mágico de reyes y estrellas. Además, sus hermanos, alentaban la fantasía del pequeño para asegurar la diversión y que, aquel ratito, se les hiciera más llevadero.
Las familias que allí estaban, eran los padres fundadores del colegio. Es decir, la facción más solemne de la institución. Con ellos, estaban sus familias, amigos, “pelotas” y…nosotros.
En fin, yo no pintaba ni con cola, en ese grupo. Siempre fui la oveja negra del cole, la madre que no pasaba ni una de las tonterías de la dirección y que les cantaba las cuarenta cuando era necesario. Quizá, por esa razón, todos nos miraban como bichos raros. O quizá, por la versión de la historia de Belén que relataba mi hijo pequeño, en un tono de voz más alto del que hubiera deseado. Imagino que, ante esa audiencia y en ese lugar, sería la historia jamás escuchada.
Antes de comenzar la misa, repartieron entre todos los feligreses unas velas blancas muy monas y chiquititas, con un lacito rojo.
Aquello comenzó con mal pie. Y es literal la expresión. El padre Bernabé, entró a la capilla pisándose la sotana. Lo único que se escuchó frente aquel solemne traspiés, fueron las risas de mis hijos. Yo, intentando dar ejemplo, ahí estaba aguantando la carcajada o “como decía mi abuela: “Aguántate los machos, hija, que vienen curvas”
En cuanto el padre abrió la boca, entendí su entrada triunfal. Mi hijo, con ese vozarrón que Dios le ha dado, me preguntó: “Mami, ¿por qué el padre Bernabé habla tan raro?”. Las primeras miradas inquisidoras hacia el comentario, no se hicieron esperar. Y antes de que tuviera tiempo de dar cualquier explicación al niño, al sacerdote, que debía empalmar la misa con la comida especial de navidad, le dio un hipo terrible.” ¡Ay mama!,¡ qué gracioso está el cura!, jajajaja” “Señor”, pensaba yo, ” que mis niños dejen de reír”.
Intenté que pasaran desapercibidos haciendo que buscaban algo debajo del banco, pero el padre Bernabé comenzó a cantar el padre nuestro y aquello “se nos fue de las manos”. Más que un cura era un gallo, con el gaznate estrujado, cacareando al alba. ¿Y quién, en su sano juicio, hacía silenciar a esos niños, que no podían contener las risas?
Pero si pensáis que no podía ocurrir nada más bochornoso, es porque no estabais allí ese día. Ya había olvidado las velitas que portábamos. Era de temer que, algo iba a suceder. En el pequeño papel impreso que acompañaba a las velas blancas, explicaba el significado y la letra de la canción que, deberíamos entonar todos juntos. Simbolizaba la luz de la estrella de Belén y el anuncio de la llegada del niño Dios. Había que encender la vela y cantar todos juntos el himno de “Hosana”. Pero lo cierto es que, el transcurso de la ceremonia no prometía un solemne ritual. Así que, las velas se encendieron y, antes de que “cante un gallo”(nunca mejor dicho), el Hosana que se escuchó, fue la voz de mi hijo de cuatro años entonando, a todo pulmón, el cumpleaños feliz.
Fue encender las velas y el niño empezó a cantar “¡Te deseamos todos, cumpleaños feliz!”, una reacción instintiva en la que no tuve tiempo de taparle la boca antes de que comenzara con su felicitación cantarina y sonora…
No sé en otras familias, pero en lo mía, no hay un cumpleaños que se precie que no termine soplando las velas y aplaudiendo con vítores y palmas como si no existiera un mañana. Y por supuesto, eso es lo que hizo en plena liturgia mi inocente hijo. Tras cantar orgulloso, sopló la vela y vitoreó dando palmas con sus manitas “feliz como una perdiz”.
Yo, no sabía qué hacer, si reír o llorar de risa. Sus hermanos estallaban en carcajadas y la cara de los padres fundadores del colegio delataban sus pensamientos: “¡ a la hoguera con la familia de brujos!”. En fin, que si no llega a ser por el padre Bernardo, ya, sin duda, ebrio como una cuba, no nos salva ni la campana.
Después de la escena, el sacerdote, rojo como un pimiento, se puso en pie, soltó una carcajada y aplaudió al niño al tiempo que soltaba: “¡Vaya pulmones tiene el zagal!. A nuestro niño Jesús, seguro le ha encantado la felicitación de cumpleaños”.
Y como si nada hubiera pasado, elevó las manos, como invocando al santísimo, la mirada perdida en el techo, el flequillo desmelenado en la frente y, con la solemnidad que le permitía su embriaguez, continúo:
¡Hermanos, elevemos nuestra oración a los cielos y cantemos todos juntos”. Se escuchó el piano eléctrico que tocaba la señorita Remedios, sincronizado a la perfección, con el desafino del cura que, desgañitándose como un poseído, comenzó el cántico:
¡HOSANA OH, SANA, SANA, SANA, OH, SANA HEY, SANA OH, SANAAAAAAA!…
En ese instante, con el último aliento del HOSANAAAA, al buen señor, se le escapó un eructo que resonó en toda la capilla.
Mi hijo , por si alguien no se había enterado del percance, gritó: ” ¡SALÚ, PADRE!” y soltó una carcajada enorme.
Y, ya no pude contenerme más. Llevábamos treinta minutos sentados allí y no podía entender dónde se escondía la naturalidad de los otros niños que se mantenían impertérritos, como si fueran de cera. Bueno, alguno había que se camuflaba debajo del banco tras las miradas inquisidoras de los adultos.
Qué pena me provocaron esas niñas con sus lazos de raso sujetando coletas tiesas engominadas y los niños, disfrazados de mayores y más firmes que las coletas de sus hermanas.
Entonces, observé la espontaneidad de mis hijos frente a esas gentes prejuiciosas, tristes, encopetadas, llenas de complejos y reprimidas y no dudé, ni un instante, cuál era mi lugar ¿Por qué aguantarme una risa sencilla y franca, como la reacción de mis hijos? Creo que nuestra presencia allí, fue lo único de verdad, la nota familiar, tierna de aquella celebración. Incluso, me pareció que, el niño Jesús sonreía y la Virgen María, aprobaba, con su mirada alegre de madre primeriza, la reacción infantil.
La eucaristía, llegados a este climax, podía ser un despropósito de tal magnitud, que era una insensatez continuar por más tiempo, en esa misa de risas y pavos.
Como pude, me santigüe, los niños hicieron lo mismo y, con una diplomacia muy mal disimulada, aprovechamos ese momento del eructo santoral, para abandonar la capilla, y ese mismo año, también el colegio.
Nunca más he vuelto a ninguna misa del gallo. Aquella Nochebuena descubrí que, una liturgia, puede dar mucho de sí, que se puede enfermar de risa y aliviar la verguenza con una buena y saludable carcajada. También, que el pecado no está en las reacciones naturales que no se pueden controlar, sino en reprimidos pensamientos que tergiversan las risas inocentes.
Ser madre , a tiempo completo, me ha dado la oportunidad de crecer con ellos, sentir y vivir sus carcajadas, abrazar y acunar sus llantos. No siento que, el tiempo que les he dedicado , haya sido demasiado, ni tampoco suficiente. Creo que si tienes criterio propio y conoces tus prioridades, no hay nada de lo que arrepentirse. Sencillamente eliges aquello con lo que te sientes absolutamente plena y yo, lo he sido viéndoles crecer.
No olvidéis que, nuestras carreras profesionales siempre se pueden retomar. Los años cumplidos de nuestros hijos, nunca más volverán a ser vividos.
En este año 2024 a punto de expirar, recuerdo aquellos días en los que disfrutábamos de la felicidad sencilla que envuelve a una familia completa. Hoy somos menos y los que quedamos somos adultos, solo puedo recordar aquella inocencia infantil, las risas incontroladas, la alegría del disfrute sin medida y siento nostalgia acompañada de mucho felicidad porque mis niños adultos de hoy se juntan en estos días para reír y disfrutar como entonces, y creo que son estos momentos paralelos a aquellos de entonces los que dan sentido a mi vida agradeciendo lo que tengo y abrazando cada día con esperanza.
Si estas Navidades los tienes a tu vera, no importa los años que hayan cumplido. Disfrútalos. Crecen tan deprisa que, en un abrir y cerrar de ojos, se escurrirán de tus brazos para buscar otras pieles a las que acariciar. Se feliz y aprovecha toda oportunidad que la vida te regale para compartir sus risas. No desperdicies sus miradas y sus charlas. Si los llevas en el alma y el corazón perdurarán allá donde estés.
Por eso, este pequeño relato de Nochebuena, es un homenaje al regalo más grande que he recibido, mi mayor triunfo. Mi familia. La que he elegido, la que amo y sufro, de la que reniego y sin la que no podría vivir.
No me imagino otra vida en la que ellos, no estén.
Infinitas millones de gracias , por tenerlos y encontrarlos a lo largo de mi camino.
FELIZ NAVIDAD
Si quieres conocer la receta que acompaña a este relato: SALMÓN A LA FIORENTINA
Una gran idea, sencilla y deliciosa para celebraciones especiales.
Gracias por tu comentario Berenice. Es cierto que ser madre, te cambia la percepción de la vida.
Qué hermoso y sincero relato, de una mamá que disfruta desde siempre su maternidad!!!!