JUGUEMOS A MATAR

M.L. Ventura.

Talavera de la Reina.

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Dos ojos negros, brillantes como el mismo sol en sus momentos de máximo esplendor, me miraban curiosos e intensos recorriendo mi atuendo de pies a cabeza y deteniéndose en mi boca, en vano intento de entender lo que yo decía.

Los labios apretados le ponían a su rostro infantil una mueca de hostilidad. Sus enormes ojos se detuvieron en la cámara de fotos que colgaba de mi cuello.

Ni él hablaba mi idioma ni yo el suyo. Mi trabajo de fotógrafo me llevaba por todo el mundo, y si bien había conseguido parlotear lo elemental de los lugares a los que iba, allí sólo había logrado balbucear algunos vocablos, y nunca estaba seguro de si lo que decía se ajustaba a lo que realmente quería expresar.

Con los brazos levantados y mostrando las palmas de mis manos para indicarle que estaba desarmado, me acerqué lentamente y arriesgué a decir en su idioma:

¡No voy a hacerte daño, tranquilo, no voy a hacerte daño!

Pero él, que apenas alcanzaría los doce años de edad, retrocedió con el ceño fruncido y sin despegarse de su rifle de asalto.

Lo sujetaba firmemente, con la familiaridad que proporcionan el contacto continuo y el manejo diario, sin embargo, pude ver como la tensión de sus dedos sobre el arma blanqueaba sus nudillos y sus labios carnosos temblaban levemente.

El rifle era pequeño, de los denominados de última generación, especialmente fabricado para menores y con apenas un año de vida en el mercado.

Yo estuve en París en el evento que lo presentó a los infames consumidores de armas, y pude fotografiarlo y hasta manipularlo en vacío.  Su diseño ligero lo hacía muy manejable y mucho más fácil de transportar, porque apenas pesaba tres kilogramos.

Era una evolución subcompacta de un modelo anterior de mayor tamaño, con un ritmo de fuego que alcanzaba los seiscientos disparos por minuto, visor de puntería y empuñadura telescópicas. La correa era ancha y estable, así se aseguraba una mejor portabilidad a la hora de realizar largos trayectos.

¡Todo un logro bélico y muy, muy lucrativo!

Le miré de arriba abajo y me detuve un momento en sus pies, apenas cubiertos por unas toscas sandalias de suela neumática, que se movieron inquietos sobre el suelo de tierra levantando una pequeña nube de polvo.  Me detuve con prudencia y clavé mis ojos en los suyos. Él retrocedió un paso y apretó más los dedos sobre el arma.

Seguramente habría sido secuestrado cuando volvía a casa de la escuela; ese era el procedimiento habitual; les capturaban y llevaban a los campamentos de entrenamiento, donde les decían una y otra vez que jamás regresarían con sus familias porque ahora eran soldados. Para asegurarse de retenerles les pegaban con frecuencia y violentamente, hasta que debilitados admitían su nueva vida y se convencían de que debían olvidar todo cuanto habían vivido hasta entonces: ¡familia, amigos, escuela…! Después les enseñaban a luchar cuerpo a cuerpo y a disparar; en un par de días estaban listos para ir al frente.

¡Era matar o morir! así que todos, llegado el momento apretaban el gatillo, aunque la mayoría nunca sabría si sus balas llegaban a destino.

En realidad, eso no importaba mucho en un lugar donde el hambre y las enfermedades acababan cada día con miles de personas.

Aquello no era más que una excusa para lucrarse con el obsceno negocio de la venta de armas, que servía básicamente para enriquecer a los inmorales dirigentes de un buen número de países.

Una pena inmensa me invadió de pronto. Lo imaginé más hambriento y sucio de lo que estaba ya en ese momento; caminando desfallecido por los resecos caminos, y cargando el oscuro fusil sobre su cuerpo infantil, convertido en mísero saco de huesos; con sus sandalias neumáticas y su rostro de ojos asustados y aterradoramente abiertos, mirando frenéticos aquí y allá, temeroso de oír el silbido delgado de la bala, que acabaría con su probablemente corta vida.

Una lágrima rabiosa y descontrolada huyó de mis ojos mejilla abajo mientras pensaba que debería estar jugando a juegos de niños, correteando feliz, bien alimentado, sintiéndose seguro y teniendo un hogar donde volver al ocaso del día, un lugar donde descansar sobre sábanas limpias, donde proteger sus sueños después de haberse regocijado en la gloriosa inocencia de su edad.  

Me miró desconcertado y sus manos pequeñas, sucias y deslucidas temblaron. Supe en ese momento con certeza, que a pesar de su bravura y su gesto huraño tenía mucho, mucho miedo.

Invadido por la compasión me acerqué más hasta él con el deseo de abrazarle, de estrujarle contra mí y transmitirle algo de afecto, pero apretó el gatillo y la bala me atravesó el pecho.

No sufrí ¡Fue todo muy rápido! pero me dio tiempo a pensar que, había tardado él menos en aprender a manejar un arma, que yo en vislumbrar siquiera un destello, del recelo que ya anidaba su joven corazón.

M.L. Ventura

Pradit

Esta receta endulzará el mal sabor de boca del relato: BIZCOCHO DE LIMÓN CON ALMÍBAR

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